domingo, 24 de abril de 2011

...y al tercer día...


Más allá de la eventualidad de los distintos acontecimientos de la vida, hay un hecho que se ha dado en la Historia y que supone el punto de anclaje que nos rescata constantemente si lo acogemos con fe sincera y sencillez de corazón.

Podíamos esperar la bonanza del tiempo, el cielo azul y el brillo perpetuo del astro sol, pero el Señor ejerce sus señorío sobre el transcurso del tiempo y las circunstancias concretas de nuestra vida.

En cada una de ellas el Misterio nos quiere decir algo y pretende hacernos madurar en un aspecto concreto de nuestra personalidad.

En cualquier caso el vaivén meteorológico de nuestras vidas no depende de un azar caprichoso, sino que se desarrolla en el triple plano de nuestra libertad, el plan que Dios tiene para nuestra vida y el diálogo continuo entre ambos que constituye el contenido profundo de nuestra oración, que ha de buscar siempre la petición del Reino, es decir, la penetración de nuestra mente y de nuestro afecto en un Misterio oculto pero siempre amoroso para nuestras vidas.

La Resurrección de Cristo no es sólo la garantía de nuestra Resurrección futura y de nuestro reencuentro definitivo en el Amor y ya en una perfecta comunión con todos nuestros seres queridos, e incluso con aquellos que fueron nuestros enemigos en la vida terrenal, sino que es también la certeza de que nuestro corazón con todos sus anhelos, deseos, aspiraciones, etcétera, no es una trampa sin sentido, condenado al sufrimiento o a la decepción, sino que Dios ha puesto en él, un deseo que es capaz de cumplir y de llevar a término.

Sean cuales sean nuestras circunstancias, frustaciones o preocupaciones, una Luz nueva ha entrado en la realidad, capaz de transfigurarlo todo. Esta es el ancla de nuestra esperanza, la seguridad de que la pequeña nave de nuestra vida no zozobrará mientras ese ancla esté fijada en el Misterio del Amor.